martes, 11 de marzo de 2008

fundación de la casa

viernes, 16 de noviembre de 2007

I

Fundamos la casa en un cuarto piso.
Salvo los aviones,
nadie vive por encima de nosotros.
Ella delimitó sus dominios, no muchos,
la casa es chica.
No es difícil encontrarse a cada paso,
poco a poco dejamos de ser desconocidos.
Ella me deja entrar en la cocina,
que yo prepare de comer no significa
una invasión a su territorio.
En la mesa de la sala esta mi oficio,
desde ahí miro las repisas con los libros
y cerca de donde se lee historia universal
está la foto de la boda.
En ella no me parezco al que soy todos los días,
luzco feliz de otro modo,
de otro modo del que soy ahora.


II
14 de febrero de 2006

Hoy comemos chocolates porque el día lo amerita.
Ella desconoce que no hay más metafísica que comerlos.
Ella desconoce, en fin, la metafísica.
¿Como podría saberlo
si su naturaleza etérea, ignora la ley de su propio vuelo?
Miramos el tulipán que le regalé,
nos gustan sus colores,
poco nos importa su falta de aroma.
Nos gusta mirar las cosas juntos.
Salimos a pasear por calles cercanas
y el mundo es nuevo.
Tenemos un aura distinta,
tal vez sea la luz del niño amor.
De pronto nos vemos perdidos el uno por el otro,
nos invade el deseo de volver a casa.
Vamos sin prisa, pero impacientes.


III

Lucía tiene oscuros ojos chinos y el cabello negro.
Odia los domingos y los días de lluvia,
pero odia mucho más el humo del cigarro.
Su cuerpo, patria justa de mis manos,
es morena tarde que termina;
así también de oscura su nostalgia.
Su atuendo, que ha cambiado
de acuerdo al frío de esta ciudad tan grande,
aumenta en mi el deseo.
Le cuesta trabajo andar en metro,
dice que la mirada de los hombres
se le pega a la ropa,
por eso se desnuda en cuanto llega a casa.
Se pierde fácilmente en todas partes;
si la dejara en medio de un centro comercial
le costaría trabajo encontrar la puerta de salida.
Es de imaginar que nuca me separe de ella.
Se vuelve, si razón, loca de celos,
y a veces llora después de hacer el amor,
un poco como la primera vez,
donde la piel nos regalo su nacimiento.
No sé por qué lo hace,
qué lucha dentro se le vuelve llanto.


IV


El infierno serían
esos domingos,
todos esos grises, sordos, ciegos,
pantanosos
domingos…
Eduardo Lizalde


En domingo nos asalta la melancolía.
El día nace cuando corres la cortina del cuarto.
Cuesta levantarse de la cama y ordenarlo todo,
disponer la vida ante el domingo.
Telefoneas a tu madre
que vive a un día de camino de tu nostalgia.
Preparo café para los dos y sólo yo lo bebo.
Llenamos los huecos de la tarde
con la conversación de nuestros besos.
Pero el televisor, su mala señal,
no ayudan a distraer la tristeza.
Los domingos son iguales en todo el mundo,
lo dices convencida
y te lo creo.



V

Nos hemos separado,
en el metro tú abordas
vagón para mujeres.
Yo voy entre los hombres,
que no se ven de frente
y van apretujados.
Como yo, más de alguno
de los que viajan solos,
tendrá en otro vagón
su compañera;
sin embargo,
cosa buena sería
hablar entre nosotros
de las que viajan solas,
de lo bellas que son,
de lo tristes que van
sin nuestra compañía,
pensando sin mirarse,
en nuestra soledad
callada de varones.
Pero en otra estación
volvemos a encontrarnos.
Todo se reestablece.
Sobre tu propio pulso,
que acercas a mi tacto,
yo he ido construyendo
estas palabras.



VI

No puedes escaparte del resfriado,
te veo caer en cama.
Me preocupa no saber qué se hace en estos casos.
Me pides salir a la calle a buscar alguna cura.
Entro en la farmacia y trato de encontrar
el antihistamínico que sea adecuado
y sólo atino a hallar
la blanca santidad de la aspirina.
De regreso a la casa,
me quedo a tu lado para cuidarte,
te doy una caja de Kleenex
y me pides un trago de Coca-Cola fría.
Yo me niego a tu capricho y te convenzo,
casi te obligo a que te tomes el jarabe.

Al final logras dormir un intranquilo sueño
que no me tranquiliza.



VII

Me recibes llorando.
Mamá llamó y te dijo que la muerte
ha vuelto a convocar a la familia.

Habías estado nerviosa.
La noche anterior soñaste una boda,
tu tía la mayor siempre decía
que aquello era un presagio de la muerte.

Mi madre te ha dicho que debo regresar a casa
para estar con la familia.
Apresurado alisto la maleta para el viaje.
Entonces me doy cuenta
que mi casa está contigo.


VIII

Por fortuna has venido a ocuparte de mis cosas,
a meterte en todas ellas
como si fueras aire que todo lo acaricia y lo revuelve.
Has llegado a ocuparte de esta casa
y a darme una canción por las mañanas
que dura todo el día.

También has venido
a poner todas las cosas
en el sitio que no les corresponde
pero que mejor les acomoda.

Yo tan sólo consigo robarte estas palabras
y las pongo en el poema.



IX

Salgo a caminar para entrar en un café,
leer a Dante y extrañarte un poco.
Es viernes santo, las calles están casi vacías
y tres veces, como las caídas de Cristo,
no logro encontrar un lugar abierto.
Al final las luces de un fast food
me entregan sus señales.
Entro sin ninguna desconfianza y pido un refresco.
Los empleados, al verme libros bajo el brazo
parece que dirán:
“¿Quien es este que sin muerte
camina por el reino de los muertos?”
Ocupo mi lugar entre familias que gozan de su tedio.
Colocado en una mesa logro avanzar dos Cantos
y no consigo acabar con el Infierno.
Al terminar mi soda, garabateo el poema.
En la representación Cristo ha muerto.
Salgo del restaurante,
la noche se amodorra.
Todos esperamos la resurrección.

X

Hoy hablo de ti, del beso en el desnudo labio y los tormentos.

Hoy, en la misma carne que somos, azul la melodía del cielo en que respiras.

Hablo de la tierra que estremeces ante ti y nos palpa,
del Genezaret turbulento en que caminas.

Hoy hablo mujer de ti
que en la infantil Belén de los recuerdos moras.

XI

Ha empezado a llover, cosa que odias.
A mi me hace feliz secretamente.
No hace mucho vivimos aquí
y aún no sabemos leer este engañoso cielo.
No nos hemos acostumbrado al paraguas
y por más que me esfuerzo,
no he encontrado para ti,
maneras de sobornar al día.

Caminando somos una ausencia entre los otros.
No es raro que algunas cosas tuyas
guarden una hora menos
y que de vez en cuando a alguien,
le parezca extraño nuestro acento.

Cuando volvemos de la calle,
el reloj da marcha atrás,
mi voz se escucha natural entre la tuya
y la casa es una tierra hospitalaria.



XII

Saturada su piel,
ceñida tenazmente por mi cuerpo,
que hasta en su respirar
mi amor va desplegando
la pétrea flor, la rosa que se fija.

El tiempo pule en ella
su preciso diamante, duro rastro
que en mi cuerpo perdura.
Cristal clarividente
que así me ve caer desde sus ojos.

Al fuego que me esconde
la calma castidad de tus modales,
a ese voy cayendo
como si de la tumba
que es siempre hospitalaria, se tratase.

Así mi mano extiende,
urgida de apurar esa distancia,
la calidez del tacto
donde ganar se puede
la más oculta gloria de dos cuerpos.



XIII

Llegas del trabajo y te noto algo perdida,
me besas y te tumbas en la cama.
Te ves algo aburrida y no sabes qué hacer,
no encuentras algo para entretenerte.
Yo tengo para mí, los libros y la mesa,
las plumas y el papel a rayas.
Tomas una de mis libretas,
la abres a la mitad,
dibujas bailarinas de ballet sin rostro,
cien veces haces tu firma irrepetible.
Al final,
ese juego adolescente, termina por cansarte.
Piensas que mañana
cumpliremos seis meses de haber venido aquí.
Miras los platos sucios que desde el desayuno esperan;
decides que no son un pasatiempo divertido.
La noche se ha cerrado por completo.
Nos vamos a la cama sin cenar.
No dirás mucho,
nos vencerá el sueño.
La tele se quedará encendida.



XIV

Por qué te amo, me preguntas,
nada sé decirte en ese instante,
pero una certeza tengo cuando miro
tu cuerpo: mar revuelto por mis manos.
Ahí soy náufrago y plegaria,
ahí, claro sobre oscuro, nuestro encuentro.
Y sé que tú me salvas con saberme cosa tuya,
es tu respiración la que me dicta estas palabras.
Te amo porque todos los días
la marea, carne embravecida,
inicia el juego de los dos cuerpos contrarios.
(En cada gesto tú adivinas mi deseo,
en cada ademán yo te anuncio la batalla.)
Te amo como si todavía
nos estuviera prohibido estar a solas
y nos buscamos con la luz
de la tarde que no ha muerto.
Hallamos nuevo cada espacio recorrido,
cada beso inaugura el mundo.
Tú habitas el otro lado de las cosas,
de ese otro lado traes el fuego que me templa,
su quemadura es la verdad de lo intangible,
es el dolor del alma de mis huesos,
es caricia que no puedo decir y sin embargo
nos da un nombre nunca pronunciado.



XV

Observo tu silencio
esperando que todos los colores
que nacen de tu voz
den sus claros matices.

De resonancia llenas lo que nombras
y yo te veo crecer como si fueras
ese sonoro árbol que en la casa
hecha a crecer raíces fundando mi alegría.
Eres árbol de fuego cuando ríes.




XVI

Hay días en que te dejo ir sola por la calle,
para ver que a tu paso el mundo no protesta.
Me gusta constatar que mi mirada
no es la única que brinda su homenaje
a tu lujoso andar desmañanado.
Observo que, muy cerca,
va alguno caminando que ahora te desea
en esa seriedad en que te envuelves.
Y tus pequeños pies no se apresuran
porque no has visto en tu reloj la hora.
Con impaciencia cruzas
el aire enrarecido
de la estación del metro.
Te sigo, duplicando mis esfuerzos
porque te has percatado
que, como siempre pasa,
se te ha hecho un poco tarde.
Te vas apresurando,
yo te sigo muy cerca.
Pero me gustaría
poder captar de ti todos los ángulos.
Como ahora que ya miro tu ademán de disgusto
por un sucio piropo
que te ha soltado algún desconocido.
Pero te sobrepones con firmeza.
Tal vez tan sólo pienses
que yo tendría que estar siempre a tu lado.
Pero de nuevo ocurre:
La gente se interpone entre nosotros.

Ya n o p u e d o a l c a n z a r t e.

Ahora irás sentada
si hubo un poco de suerte
en el asiento de un vagón muy lleno.


XVII

Que ganas de mirarte al terminar el día.
Es tu piel esa tarde
y mis manos inventan en tu cuerpo
lo certero del tacto.

Tu piel otorga mi sustento,
me nombra como a nadie,
con su sabor a tierra se humedecen mis labios.

De ti obtengo los más sabrosos frutos
y asciende por tu rostro la luz de tu deseo.

Deleite de la boca
mi lengua es otro sexo que se hunde
en el vertiginoso tañido de tu vientre.

Una canción distinta es la que entonas,
cuando instaurada queda
la equitativa entrega del combate.

Subordinado en todo a tu deseo
y al persuasivo ardor de tus caderas
permaneceré esclavo, sibarita
del oscuro alimento que me guardas
donde tu ardor su médula destila.


XVIII

Te propongo que hagamos del amor cosa sencilla.
Pensemos que debe adquirir una abierta disposición a obedecer.
Será necesario acariciarle el lomo,
para que aprenda de sus dueños la suavidad del tacto.
Dejémosle tranquilo andar por nuestra casa.
Tengamos fe.
Pero no olvidemos su condición de perro,
siempre muerde la mano que lo alimenta.

Él es quien nos cuida,
quien guarda con esmero nuestra casa.
Prisioneros de nuestra propia bestia,
vivamos temerosos de abandonar su rabia.